Ciudad de México, 1968. Primeros Juegos Olímpicos en América Latina. 2300 metros de altitud sobre el nivel del mar. Ríos de tinta, quebraderos de cabeza, disertaciones científicas sobre cómo preparar las pruebas deportivas con esas condiciones ambientales. Y, en medio de todo, sucede la magia.
La presión atmosférica es la columna de atmósfera que pesa sobre nuestras cabezas. Si te lo imaginas así, es sencillo ver que conforme aumenta la altitud, cuanto más alto subimos, la presión atmosférica va disminuyendo. Esto tiene una serie de consecuencias, la más importante de todas es la baja disponibilidad del oxígeno en nuestro cuerpo: sabemos que la cantidad de oxígeno en el aire no disminuye, lo que disminuye es nuestra capacidad de hacerlo llegar a las células para que puedan respirar.
En este contexto, la decisión de albergar unos Juegos Olímpicos a casi 2300 metros de altitud fue, como mínimo, controvertida. A pesar de que el Comité Olímpico Mexicano declaró que dicha altitud permite una rápida aclimatación en las personas sanas, era evidente que los atletas tendrían que afrontar las dificultades extra del "enrarecimiento del aire", cuyas consecuencias sobre el rendimiento no estaban claras. Desde luego, era bien sabido que la altitud disminuía el consumo máximo de oxígeno, por lo que se esperaba que las pruebas de resistencia fueran una verdadera catástrofe. Y así fue.
Los efectos deletéreos de la altitud se notaron desde la primera prueba. En el 10.000 masculino, el keniata Neftali Temu ganó el oro seguido del etíope Mamo Wolde, pero 1 minuto 48 segundos por detrás del récord mundial vigente que en ese momento poseía Ron Clarke, que colapsó al final de la carrera quedando inconsciente durante 10 minutos. Ambos atletas africanos entrenaban en altitud en sus países de origen. Fue en ese momento cuando se empezó a contemplar la hipoxia como un estresor ambiental al que el cuerpo se podía aclimatar y sacarle provecho no sólo compitiendo en altura, sino también a nivel del mar. Así, por ejemplo, a partir de entonces algunas federaciones deportivas decidieron trasladar sus campos de entrenamiento a zonas de más altitud.
La sorpresa surgió en las pruebas cortas. Se batieron récords en todas las carreras inferiores a los 400 metros, en salto de longitud y en triple salto. Y aquí aparece Bob Beamon, que realizó "el salto de longitud del siglo". Con una salida un tanto rara (puedes verlo aquí), hubo que esperar 15 minutos tras el salto para conocer la marca ya que las ópticas disponibles no alcanzaban para medirlo correctamente. Tras la medición manual, y para la sorpresa de todo el mundo, Bob mejoró 55 centímetros el anterior récord mundial estableciéndolo en 8,90m. Lo fulminó. Destrozó la prueba.
¿Cómo pudo suceder?
Parece ser que se conjuraron varios factores para que esta proeza se llevara a cabo: la primera, es que Bob Beamon estaba en su día. Se encontró fantásticamente bien en ese salto. La segunda, es que los cambios que se dieron en los tartanes para esos JJOO parecieron favorecer las marcas en este tipo de pruebas. La tercera, es que en ese momento se estaba formando una tormenta y soplaba un viento a favor de justo 2 m/s, el máximo permitido para homologar un récord. Y por último, parece que la altitud favoreció a todas las pruebas cortas y explosivas por una disminución en la densidad del aire. Y ahí sucedió la magia. Un récord que espera, 50 años después, a ser batido en una competición Olímpica.